Mares de ninguna parte

Maisons de la culture, centros coreográficos, fraguas de composición, granjas de investigación, fábricas de creación, laboratorios de las artes, obradores de nuevas tendencias, plataformas, residencias, casas, cabañas o simples comunidades de vecinos: desde décadas la coreografía europea viene configurándose como una topografía de lo más abigarrada. Que esta topografía haya dado lugar a una toponomástica igual de compleja, achacando nombres nuevos a asentamientos no siempre novedosos, es simplemente el síntoma de que las políticas culturales (o los políticos culturales), más allá de los catecismos sobre difusión, contaminación, dispersión, fusión y descentralización (la política cultural es una rama de la física molecular), han respetado siempre el imperativo de mercado de garantizar la diversidad del producto cuidando con amor la diversidad del packaging. Por otro lado, los artistas de verdad y los promotores bienintencionados han cedido con toda la buena fe del mundo al deseo de singularizar las experiencias y exaltar las diferencias de formato, apegándose a la nomenclatura como a un mantra, con razón a veces, y  a veces con la generosa arrogancia de creer que el contexto de creación es ya en si mismo un acto de creación, y que la obra así creada (nuestro proyecto, mi programa cultural) será cotizada también, en la bolsa de las ideas, por el título, el nombre que lleva. Así, la geografía de la danza europea, impulsada por lentas, sumergidas conmociones del discurso poético y favorecida por erupciones abruptas de entusiasmo institucional, ha aflorado como un archipiélago: una extraña mezcla de irreducibles singularidades y experiencias separadas que, sin embargo, podían compartir este aislamiento como una aventura, por no decir una utopía, común. El error fue, si acaso, creer que estas islas, donde realmente se fraguaba un modelo alternativo de convivencia y desarrollo de las poéticas, y a las que la creación más sincera, la más nómada y apátrida miraba como promesa de recursos, estuvieran firmemente arraigadas en el substrato del continente institucional: la experiencia reciente parece demostrar el contrario. Resulta que las islas eran un aderezo colonial escasamente rentable, hijo de lejanas bonanzas, y que lejos de hundir sus raíces en la roca de los mínimos que había que garantizar, flotaban como botes en la superficie ondeante de lo prescindible. La mismísima antigüedad dejaba de ser un criterio y se convertía más bien en un argumento paradójico: ¿acaso no era una prueba del fracaso del experimento? De pronto se culpaba a la isla de no haberse convertido en continente: de ser el recoveco despoblado de cuatro piratas y unos cuantos pirados que sobrevivían a cuestas de una fantasmal madre patria supuestamente hecha de trabajadores y consumidores. Pocas experiencias han sido tan tristes y asombrosas, en los últimos años, como el constatar la silenciosa desaparición de iniciativas que en su tiempo habían sido tan estruendosamente “emergentes”. O ver cómo la crisis avalaba el espejismo de que esa desaparición fuera tan inevitable como un fenómeno natural, y no tan premeditada como el resultado de un complot neoliberal. Una cierta falta de solidaridad estratégica entre estructuras, de fraternidad real en la idiosincrasia de los modelos, ha contribuido al desastre.

La génesis de La Caldera fue en su tiempo una excepción: nació por razones más pragmáticas que programáticas (casi comunidad de vecinos, casi centro coreográfico, casi fábrica de creación, sin alardear de tipologías, sin pretenderse modélica), y  fue evolucionando en el tiempo hacia nuevos formatos, nuevos modelos formacionales, siempre – me parece – desde un cierto realismo, siempre – Benjamin diría – desde una cierta capacidad de “organizar el pesimismo”. Es más, lejos de fundamentarse en una abstracta voluntad de salvar las bases de la creación, nació de la solidaridad muy concreta entre creadores que consiguieron ponerse de acuerdo, fijar reglas de convivencia y compartir una porción de mundo. Por muy pendiente de desahucio que se encuentre ahora, el proyecto que la vertebra, tal vez por haber asumido la flexibilidad como una estratagema de supervivencia, está lejos de verse desahuciado. Tal vez no colapse en el mar. Es lo que tiene la danza en tiempos oscuros: una extraña, casi irritante capacidad de pervivencia a pesar de todos los pesares (del cuerpo, de la estructura, de los nombres). En palabras de Maguy Marin: C’est fini. Ça c’est fini. Ça va finir. Ça va peut-être finir. Peut-être.

Barcelona, 19 mayo 2013