Álvaro de la Peña, Iliacan.

 

liquidDocs > L’Álvaro de la Peña va ser qui, després de trobar un edifici de lloguer a Gràcia, 

va pensar en convocar altres creadors per assumir-lo de manera col·lectiva. 

En aquest text recorda alguns detalls i circumstàncies d’un moment important, 

perquè duria a l’obertura (i la llarga vida) de La Caldera.

 

Fue allá por el 95. 

El mundo barcelonés de la danza por aquél entonces era muy activo, ambicioso, numeroso e inocente.... todo eso y muchas más cosas juntas y a la vez.

Los lugares y espacios de ensayo eran muy escasos. 

Un montón de compañías, surgidas aquellos años, nos repartíamos como podíamos entre los pocos espacios disponibles. Recuerdo que algunos de esos espacios eran “la Salamandra”, “Àrea”, “Bügé” y algunas escuelas y lugares que se alquilaban si las circunstancias eran propicias.

Esto lo complicaba mucho todo: obligaba a ir de un lugar a otro trajinando con todo lo preciso para los ensayos y la creación de los espectáculos (escenografía, elementos, vestuario...), y a prever con suficiente antelación los días y los horarios. 

Los trueques de horarios y “por favores” estaban a la orden del día ante las urgencias y los olvidos entre los habitantes de la danza contemporánea, y todo ello dependía siempre de la buena (o no) voluntad con la que uno se fuera encontrando.

Yo vivía en la calle Torrent de les Flors, y un buen día vi un letrero: “...se alquila nave de 1.800 metros...”.

No sé en qué pensé entonces, pero sin más llamé a la agencia y concerté la cita con el comercial (ni siquiera sabía qué era eso) para ver la nave.

Al colgar el teléfono me quedé pensando un momento, y volví a llamar con la intención de anular la cita, pues me había dado cuenta de que el precio del alquiler era imposible. Pero el hombre ya no estaba, así que, para no darle un plantón, me presenté puntualmente a las 9 de la mañana del día siguiente con la intención de excusarme y explicarle mi error.

Pero he aquí que, al ir hablando, uno entra en no sé qué dimensión y juega... así que me fui animando ante el trato que me brindaba aquél hombre de negocios.

Vi aquellos espacios amplios y luminosos, ¡sin columnas!, en aparente buen estado y con aquella terraza impagable... y pensé que se debía intentar algo.

Imaginé una manera posible de reparto, y me puse a llamar a todas las compañías y personas conocidas y desconocidas relacionadas con la danza, proponiéndoles compartir ese espacio.

La idea era bastante arriesgada para nuestras economías, y además no teníamos ninguna tradición de asociarnos y de  compartir.

Eran tiempos (aún hoy se ve algo de eso) en los que cada uno defendía su “nido” a base de menospreciar el trabajo del otro.

Pero así fue como finalmente 10 personas nos pusimos de acuerdo para repartirnos el uso de las tres naves, los horarios, el dinero necesario, etc.

Recuerdo que, cuando firmé el contrato y me dieron las llaves, fui al local y me senté en la terraza (hacía buen día). Me quedé mirando hacia arriba, a las tres naves que acababa de alquilar, y me entró una especie de mareo. Pensé: “...madre mía, en la que nos hemos metido”... o algo así, y recuerdo que por un instante un escalofrío me heló el corazón.

El lugar, excepto la sala 2, no estaba especialmente desecho. 

Éstas fueron algunas de las primeras cosas que tuvimos que hacer: copiar a máquina los estatutos para hacer la asociación, hacer contratos de luz y otros temas (que yo no había hecho en mi vida), arrancar restos de maquinaria de la sala 2, tratar de sacar la grasa incrustada, tirar unos muritos de la sala 3 (cosa que fue muy placentera), encargar la tablazón para poner los suelos, subir las tiras de madera por las ventanas...